Él es rápido, piensa en imágenes claras;
yo soy lento, pienso en imágenes rotas.

Él se vuelve obtuso, confía en sus imágenes claras;
yo me vuelvo agudo, desconfío de mis imágenes rotas.

Confiando en sus imágenes, él da por hecho su acierto;
desconfiando de mis imágenes, yo dudo de su acierto.

Dando por hecho su acierto, él da por hecho el hecho;
dudando de mi acierto, yo dudo del hecho.

Cuando el hecho le falla, él duda de sus sentidos;
cuando el hecho me falla, yo apruebo mis sentidos.

Él continúa rápido y obtuso en sus imágenes claras;
yo continúo lento y agudo en mis imágenes rotas.

Él en una nueva confusión de su entendimiento;
yo en un nuevo entendimiento de mi confusión.

Robert Graves
En imágenes rotas
de Cien poemas, 1981

miércoles, 7 de octubre de 2020

Mensajes de antes del WhatsApp

 

Querido tío Juan:

Raúl empieza a viajar con el camión una vez por semana a Córdoba y se ofreció como mensajero. ¿Cómo están sus cosas por la ciudad? Aquí no se imagina lo lindo que está el maíz con tanta lluvia. Dicen que hace como quince años que no llovía así, para la época en que usted se fue para allá. Si hasta don Ayala, el del campo vecino suyo ¿se acuerda?, está queriendo arar la chacra antes de que se le pase el tiempo. ¡Viejo sinvergüenza! Tenía el arado de mancera oxidado de tanto que no lo usaba. Ojalá que no venga piedra ni nada que arruine la cosecha. Dice Tomás si no le puede mandar esa revista de motos de la vez pasada, que aquí en el pueblo no la consigue.

Esperamos noticias suyas. Un gran abrazo

Pepe

 

Querido Pepe:

Me alegra que Raúl nos haga la gauchada de llevar y traer mensajes. ¿Así que Ayala se decidió a trabajar después de viejo? ¡Qué lo parió, las cosas que logra una buena lluvia! Aquí todo está tranquilo, la gente un poco molesta con tanta agua, vos viste como son en la ciudad. Estoy trabajando en una obra grande, tengo como para cuatro meses antes de terminarla. A lo mejor, con lo que saquemos este año en la cosecha, me alcanza para cambiar la camioneta, porque esta ya no da más. Avisame si necesitás que te mande algún repuesto para el tractor antes de que se venga la cosecha, que encontré una casa que los vende muy baratos. Teneme al tanto de todo.

Saludos

Juan

 

Querido tío Juan:

Le escribo para que vea si me puede mandar un rodamiento para la rastra de discos, que se atascó el otro día. Resulta que don Ayala me pidió la gauchada de pasársela por el campo antes de sembrar y ahí fue que se trabó. Se da cuenta cual es ¿no? A todo esto, mientras estábamos haciendo el trabajo, desenterramos un hueso grande, al borde de la aguada del algarrobo. De vaca seguro que no es. Se lo llevó Tomás (dice que gracias por la revista) para mostrarlo en el colegio. Después le cuento.

Nos vemos

Pepe

 

Querido Pepe:

¡Puta que había sido atolondrado el viejo Ayala! Como si no supiera que nadie ha trabajado nunca hasta los bordes del tajamar. Decile que siembre rápido, porque si no el maíz no va alcanzar a madurar. Aquí van los repuestos y otra revista para Tomás.

Nos vemos

Juan

 

Querido tío Juan:

No sabe el revuelo que hay en el pueblo. Tomás le mostró a la maestra el hueso ese que le conté y la maestra, que es de Córdoba, lo llevó al agente Duarte, el nieto de don José. El hombre fue con la pala a inspeccionar el sitio y encontró un montón de huesos: brazos, dedos, costillas, un esqueleto completo, con cráneo y todo. Dice Duarte que no es de la época de los indios, que parece más fresquito. Ya mandó el paquete a Córdoba para que lo revisen los entendidos. Si quiere le cuento cuando vuelvan los resultados.

Saludos

Pepe

 

Querido tío:

Como no recibí respuesta de mi última carta, lo pongo al tanto de las novedades. Los forenses de Córdoba mandaron a decir que el esqueleto es de una mujer de unos cuarenta años, que puede llevar enterrada como quince. ¿Usted no se acuerda antes de irse a Córdoba si hubo alguna desaparecida? Yo era chico, pero creo que debe ser para la época en que se murió la tía. Usted mismo me contó cómo se la llevó la creciente de ese año, que fue muy lluvioso, como este. Nunca encontraron el cuerpo ¿no? Me dijo el agente Duarte que en una de esas se hace una escapada a Córdoba para hablar con usted, que a lo mejor le puede dar alguna pista. El maíz sigue lindo. Don Ayala ya sembró, y no sabe lo bien que le está creciendo junto al tajamar. Debe ser porque es tierra que nunca se trabajó.

Saludos

Pepe

Miedo

 

Lo de don Alejo con la plata no es de ahora, siempre fue desconfiado con el dinero. Le tenía una especie de miedo supersticioso, dicen que heredado de su madre india, pero a mí me contó las verdaderas razones.

De joven bajaba al pueblo los sábados, las alforjas de su mula oscura llenas con cueros de zorro y algún quesillo, para venderlos en el almacén del gallego Ibáñez. A veces hacía trueque por yerba y un poco de tabaco y grapa. Nunca trabajó asalariado, pero una vuelta salió un arreo grande desde la estancia del Salto hacia la hacienda de Pinas y el capataz le preguntó si quería sumarse a la peonada. Don Alejo calculó que la plata le vendría bien para comprar una escopeta, que le andaba haciendo falta.

La travesía duró unos treinta días y al regreso don Alejo pasó por la oficina y recibió el pago. De vuelta al rancho – vivía en una chacra cerca de Luyaba – guardó los billetes mugrientos en una cueva de vizcachas que usaba a modo de caja fuerte.

El sábado a la tarde, bien peinado y con ropa limpia, metió la mano en la cueva y en vez de plata sacó una víbora de coral prendida del índice. Don Alejo agarró el hacha, apoyó el dedo en un tronco y cortó. Después fue hasta el fogón y metió el muñón ensangrentado entre las brasas. Regresó a la madriguera, sacó el dinero, subió a su mula y partió al pueblo. Eso me dijo. Desde entonces está seguro de que la plata es cosa del diablo. Y si no me cree mi amigo, en el rancho de don Alejo todavía está colgada la serpiente, hecha charqui, junto a la tranquera. Fíjese bien cuando vaya; verá que eso que asoma de la boca es demasiado grueso para ser la lengua.

martes, 29 de septiembre de 2020

Escalas

Supongo que alguna vez ha utilizado Google Earth, presidente Fernández. Usted sabe, la aplicación que permite ver la imagen satelital de cualquier lugar de la Tierra. Usted entra y en la pantalla aparece una imagen del planeta, hace zoom al lugar que le interesa y puede ver los accidentes de su geografía, cobertura vegetal, caminos, fronteras...

Abajo a la derecha de la pantalla hay un número que le dice desde que altitud está tomada la imagen. Para ver la Argentina entera, por ejemplo, hay que elevarse a 5130 km por encima de la superficie. Desde esas lejanías, pocas cosas pueden distinguirse con precisión: las Salinas Grandes, la Mar Chiquita, los esteros del Iberá, la cordillera... Si quiere ver a una escala que realmente valga la pena, donde pasan cosas, la escala humana, hay que descender. Mucho.

Acompáñeme presidente Fernández, haciendo zoom sobre un paraje de las sierras cordobesas, hasta verlo desde apenas unas decenas de metros. En ese paraje, cuya localidad exacta no será motivo de este escrito, un amigo inició hace más de 25 años un emprendimiento privado. Si, es ese complejo de instalaciones prolijas que puede ver en la imagen. Amante de la naturaleza y entusiasta del trekking, mi amigo montó un albergue de campamento para recibir contingentes estudiantiles. La calidad del servicio y las bondades del lugar -una quebrada fresca a orillas del arroyo, tapizada de sauces, molles y piquillines- le fueron dando merecida fama. El negocio fue creciendo, mi amigo no dejó nunca de invertir en más infraestructura, y el sitio se transformó con el tiempo en una referencia obligada del rubro, un lugar al que sólo se accedía solicitando reservas con un año de antelación. El emprendimiento permitió a mi amigo generar prosperidad para él y su familia. Ninguna de las crisis recurrentes de Argentina logró afectar el crecimiento de su negocio. Hasta ahora.

En marzo de 2020 usted presidente Fernández, mirando al país desde 5130 km de altitud, tomó una serie de decisiones que desencadenaron, literalmente, la extinción del negocio de mi amigo. Interrumpido el transporte, detenidas las actividades escolares, aterrada la gente por la plaga mortal que está siempre a punto de acumular muertos en las veredas, su única y genuina fuente de ingresos no puede funcionar, y ve con desesperación como se agotan sus ahorros y su proyecto de toda la vida. De él y de sus hijos.

Volvamos a la altura de sus decisiones. Si, a los 5130 km. Ahora le propongo este ejercicio: trate de hacer zoom, simultáneamente, al lugar, a la vida de cada una de las 45 millones de personas que habitan el territorio. No puede, ¿no? No insista, porque nadie puede.

Presidente Fernández, la vida de las personas sucede en los detalles del mundo, allí donde nadie, excepto las propias personas, pueden saber lo que está pasando. Usted cree que sobrevolando el país a 5130 km de altitud cuenta con toda la información relevante para tomar decisiones que nos afectan, pero eso es una ilusión, un espejismo cognitivo. Tampoco la tienen los gobernadores, ni siquiera los intendentes. Sólo las personas, en el ejercicio de su libertad, saben lo que es mejor para ellas mismas, aún a riesgo de equivocarse.

En lugar de cumplir con su trabajo de velar por los derechos y libertades que consagra la Constitución y responder a las exigencias sanitarias con sentido común, confianza en la ciudadanía y ciencia (dije ciencia, no “comunidad científica”), usted eligió jugar al aprendiz de brujo, como suele suceder con las mentes que no entienden de complejidades, desbaratando la vida de quién sabe cuántos argentinos como mi amigo.

En su fatal arrogancia presidente Fernández, usted no es muy diferente de sus predecesores. Todos creen que controlan lo incontrolable, la vasta red de interacciones voluntarias e inteligencia diseminada que da vida a una sociedad de personas libres. Creen que los gobiernos tienen que hacer cosas, cuando de lo que se trata es de dejar hacer. Y de velar por que todos cumplan las reglas. Donde los gobernantes comprenden estos sencillos principios, la gente tiene espacio para desarrollar sus proyectos y acaso ser feliz, a pesar de las enfermedades y de la inevitable muerte. Donde no, poco a poco se instalan el resentimiento y la miseria.

Si no me cree presidente Fernández, aproveche las maravillas de internet y revise el mundo con Google Earth. Eso sí: no se olvide de mirar a la escala apropiada. Y allí podrá comprobar, nunca más cierta la expresión, qué gobernantes estuvieron -y están- a la altura de las circunstancias.