Él es rápido, piensa en imágenes claras;
yo soy lento, pienso en imágenes rotas.

Él se vuelve obtuso, confía en sus imágenes claras;
yo me vuelvo agudo, desconfío de mis imágenes rotas.

Confiando en sus imágenes, él da por hecho su acierto;
desconfiando de mis imágenes, yo dudo de su acierto.

Dando por hecho su acierto, él da por hecho el hecho;
dudando de mi acierto, yo dudo del hecho.

Cuando el hecho le falla, él duda de sus sentidos;
cuando el hecho me falla, yo apruebo mis sentidos.

Él continúa rápido y obtuso en sus imágenes claras;
yo continúo lento y agudo en mis imágenes rotas.

Él en una nueva confusión de su entendimiento;
yo en un nuevo entendimiento de mi confusión.

Robert Graves
En imágenes rotas
de Cien poemas, 1981

viernes, 24 de septiembre de 2021

Ubicuo

         Los aloes del patio han florecido de golpe y convocan todas las mañanas a un picaflor diminuto, metálico y zumbón. A intervalos regulares, un chirrido inconfundible anuncia su llegada. Ingrávido, revisa meticulosamente cada flor en busca de néctar, en aparente desafío a las leyes de la física. Celoso de su territorio, ahuyenta a los competidores con una ferocidad implacable, blandiendo su pico como espada. Mientras trabajo en la computadora observo su vuelo preciso, milimétrico, por la ventana. De pronto, como obedeciendo un impulso irresistible, abandona sus faenas y queda suspendido en el aire, mirándome. Mis ojos se encuentran con los suyos y todo vuelve a suceder: ya no soy el que está mirando, es un animal fascinado, salvaje y elemental, los músculos tensos, el oído atento a las anomalías del aire, el despliegue de las antiguas herramientas de supervivencia.

Esto me ha ocurrido muchas veces. Hace veinte mil años me pasó en un bosque de encinas de lo que algún día sería Francia o quizás España, al acecho de un bisonte que luego invoqué en las paredes de una cueva caliza. También sucedió tres millones de años atrás, en el norte de África, mientras vigilaba el paso de un tigre dientes de sable desde las ramas seguras de una acacia. Mi mano sostenía una piedra filosa, por si acaso. Veinte millones de años antes, calculé con precisión la distancia que me separaba de esa copa cargada de frutas y salté, equilibrando mi vuelo con la cola. La manada entera estalló entre gritos de alegría y aprobación, y me siguió. Hace cincuenta y cinco millones de años deambulé por un mundo frío y oscuro que –entonces no lo sabía- había cambiado para siempre. Las huellas de mis patas quedaron impresas en la ceniza áspera de la tierra impactada, los helechos arbóreos marchitándose alrededor.  Para entonces, habían pasado doscientos cincuenta millones de años desde que vi por última vez a mis hijos emergiendo de los huevos que ayudé a incubar. No recuerdo si en ese tiempo tenía pelos o escamas.

Puedo regresar de aquella encrucijada paleozoica por otro camino, todos están conectados, los he recorrido a todos. Veo separarse a Pangea para siempre. En las sabanas tropicales de Laurasia persigo saurópodos a toda velocidad, las fauces abiertas, el suelo vibrando bajo mis pisadas ciclópeas. En un amanecer del Cretácico acicalo mis plumas con mi pico dentado, atento al vuelo de las libélulas. En la cordillera volcánica de una América incipiente, a orillas de un océano que ya abarcaba la mitad del mundo, construyo mi primer nido de musgo y telas de araña. Después viajo durante milenios hasta estas montañas insulares que emergen de la llanura y descubro el sabor de flores nuevas. Me hago cada vez más pequeño, más frugal, más preciso. Ahora visito estas plantas espinosas y suculentas que florecen todos los años junto a la casita de ventanas azules, a orillas del río. De pronto, obedeciendo un impulso irresistible, abandono mis faenas y echo un vistazo al interior. Y todo vuelve a suceder: allí está mirándome de nuevo ese animal fascinado, salvaje y elemental, igual que siempre, igual que yo.