Él es rápido, piensa en imágenes claras;
yo soy lento, pienso en imágenes rotas.

Él se vuelve obtuso, confía en sus imágenes claras;
yo me vuelvo agudo, desconfío de mis imágenes rotas.

Confiando en sus imágenes, él da por hecho su acierto;
desconfiando de mis imágenes, yo dudo de su acierto.

Dando por hecho su acierto, él da por hecho el hecho;
dudando de mi acierto, yo dudo del hecho.

Cuando el hecho le falla, él duda de sus sentidos;
cuando el hecho me falla, yo apruebo mis sentidos.

Él continúa rápido y obtuso en sus imágenes claras;
yo continúo lento y agudo en mis imágenes rotas.

Él en una nueva confusión de su entendimiento;
yo en un nuevo entendimiento de mi confusión.

Robert Graves
En imágenes rotas
de Cien poemas, 1981

martes, 10 de noviembre de 2015

Historias de vida

Desde chiquito Fermín fue lo que, a falta de una palabra mejor, se describe como un naturalista. Disfrutaba de observar plantas y animales, de fotografiarlos, de estudiarlos en busca de comprender sus propiedades, desentrañar su funcionamiento, indagar sobre su origen. Se distraía todo el tiempo con los espectáculos de la naturaleza, le despertaban una excitación y un placer difíciles de describir y de entender para quien no lo siente.

También desde chiquito se dio cuenta -a veces dolorosamente- que no todos eran como él. Cuando en la escuela comentaba sobre su colección de escarabajos, sus compañeritos lo miraban con una mezcla de incomprensión y desconfiada hostilidad. Ni hablar de cuando iban a su casa y les mostraba las culebras que mantenía sueltas en el patio.

Sólo dejó de ser “el loco de los bichos” cuando creció y fue a la universidad. Allí se encontró con gente que compartía sus gustos y sintió, por primera vez, la calidez reconfortante de la pertenencia. Para entonces, el mundo empezaba a valorar e incluso a respetar a personas como él, un nuevo tipo de “buena gente” preocupada por la conservación de esos ambientes naturales que él tanto amaba. Era parte de algo trascendente; sus gustos y motivaciones personales estaban en sintonía con una causa noble e indispensable para la salvación de la humanidad.

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Desde chiquita Lucía acompañaba a su papá a recorrer el campo familiar, atenta al crecimiento de los maizales y las pariciones de las vacas. En la huerta de la casa tenía su propia parcela de rabanitos y achicorias, que vendía al verdulero de la esquina sin concesiones en el precio. Se solidarizaba con sus vecinos en la eterna lucha contra las orugas, chinches y malezas que amenazaban todos los días con arruinar el arduo trabajo de producir. Sabía que el sustento de los suyos dependía de ganar esa batalla.

También desde chiquita notó que no todos eran como ella. Sus compañeritos de escuela no se preocupaban por las vicisitudes del clima o por el precio del trigo. Sus papás trabajaban como empleados en la municipalidad, en el correo, en el banco o en las escuelas, y cobraban todos los meses y puntualmente un sueldo que les permitía vivir sin demasiados inconvenientes.

Cuando creció, se hizo cargo paulatinamente de la empresa familiar. Se casó con un chico del pueblo, también hijo de productores. Juntos se animaron a invertir en nuevas tecnologías que estaban revolucionando la agricultura en el mundo, herramientas que multiplicaron la productividad de sus tierras e hicieron su vida más previsible, parecida a la de la “gente normal”. Hasta se dio el lujo de salir de vacaciones cada tanto, algo que sus padres ni siquiera soñaron.

El campo de Lucía alguna vez estuvo cubierto en su totalidad por bosques. Cuando los abuelos lo adquirieron, realizaron tareas de desmonte para habilitar los terrenos para cultivar. Un tercio de la superficie permaneció desde entonces sin muchos cambios. Su padre nunca desmontó ese sector porque le gustaba, de vez en cuando, salir a cazar una corzuela o un chancho del monte.

Pero Lucía quiere expandir sus ingresos. Tiene un hijo que ya termina la secundaria y le gustaría que estudie agronomía en la ciudad. Necesitará pagar una pensión o un alquiler, transporte, comida… Ha pensado seriamente que quizás debería incrementar la superficie del campo dedicada al cultivo.

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Cuando Fermín fue el fin de semana a su habitual paseo por el bosque de Lucía -a quien no conoce ni pidió nunca permiso para visitar la propiedad- se encontró con una sorpresa desagradable: topadoras y rolos estaban arrasando los árboles indefensos. Desesperado y furioso, interpeló a los maquinistas, que lo miraron sin demasiado interés. Luego puso en funcionamiento un plan que ya tenía previsto: en poco tiempo acudieron decenas de personas, convocadas a través de celulares y redes sociales, y juntos formaron una pared humana que impidió el avance de las máquinas.

Cuando Lucía, alertada por los maquinistas, apareció en el lugar, desesperada y furiosa, interpeló al grupo liderado por Fermín. Fermín le contó que ese bosque albergaba muchísimas especies de organismos muy poco estudiados. Didáctico, pasó luego a explicarle que el bosque es  indispensable para proveer de agua y otros servicios ambientales a la población de las ciudades aledañas. También le recordó que, en el pasado remoto, fue el territorio de pobladores precolombinos que lo reverenciaban y cuidaban, y que sus descendientes aún luchaban por recuperarlo. Sea como fuere, no permitirían que barrieran ese bosque de un plumazo.

Lucía trató de explicarle a Fermín que ninguna de las especies que habitaban ese monte –que ella conocía a la perfección- escaseaba o corría peligro de desaparecer, porque eran muy comunes y podían encontrarse en buena parte de los ambientes aledaños. Tampoco le parecía muy sensato sostener que esos bosques podían proveer de agua a pueblos que estaban río arriba de su campo. Además, ese campo pertenecía a su familia desde hacía tres generaciones, siempre habían vivido de él, lo cuidaba y reverenciaba como la que más. Y por más que le diera vueltas, no veía otra forma de incrementar sus ingresos que aumentando su producción, para lo cual tenía que sacrificar parte del bosque.

Fermín le indicó claramente a Lucia que su postura era egoísta y poco solidaria, ya que sólo pensaba en su beneficio personal. Lucía le replicó que nadie sino ella se iba a ocupar de resolver sus propios problemas, y que ellos no tenían derecho a decidir por ella al respecto. Fermín contraatacó con el texto de una ley reciente que exige, para este tipo de acciones, una larga serie de requisitos que con certeza ella no había cumplido. Lucía le mostró la larga serie de solicitudes sin respuesta que desde hacía meses presentaba a las autoridades. 

Mientras tanto, Los movileros de los medios locales, también convocados por Fermín, acercaban sus micrófonos y cámaras a una activista que lloraba desconsolada junto a un espinillo derribado, y abundaban en melancólicos comentarios sobre la incomprensible pulsión autodestructiva de la humanidad. Y el jefe de los maquinistas le advertía a Lucía que ellos las horas que estaban quietos las cobraban igual.

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¿Cómo se resuelve este conflicto? Podríamos conjeturar varias posibilidades.

Somos muchos los que, como Fermín, amamos y disfrutamos los ambientes salvajes. Pero se trata de gustos personales, y como tales no deberían ser financiados por la sociedad en su conjunto. Esas personas estaríamos dispuestas a invertir parte de nuestros ingresos en la compra y mantenimiento de áreas destinadas a la conservación, que podrían sustentarse económicamente con más donaciones y con el cobro de entradas y servicios de interpretación ambiental. Por supuesto, no se trata de algo sencillo. Pero Ongs ambientalistas administran ese tipo de reservas privadas con mucho éxito en otros países, y hay ejemplos locales incipientes pero prometedores. En otras palabras, podríamos comprarle el bosque a Lucía y todos saldríamos ganando con la transacción.

También se podría argumentar que existen sólidas evidencias para sostener que el bosque de Lucía es indispensable como proveedor de servicios ambientales y reserva de biodiversidad, y que su pérdida traería aparejados problemas de difícil y costosa solución. En ese caso, deberíamos hacernos cargo como sociedad de su mantenimiento. Podríamos, por ejemplo, pagar a Lucía por esos servicios que tanto necesitamos, así como pagamos por otros servicios igualmente esenciales. Aquí también todos salimos ganando.

Otros podrían sugerir que el manejo de esos servicios es responsabilidad del estado, que debería entonces expropiar y administrar los montes de Lucía y otros similares. Por supuesto, nos costaría mucho dinero proveniente de nuestros impuestos, que el gobierno debería dejar de invertir en otras cosas que también necesitamos, como justicia, educación, salud y seguridad. Y no está muy claro en este caso si todos salimos ganando, ya que el estado no ha demostrado por estas latitudes grandes destrezas en la gestión de ambientes naturales, ni estamos seguros que Lucía será compensada con el valor de mercado de su propiedad.

Quizás, si discutiéramos estas cuestiones con franqueza, exigiendo a los representantes que elegimos con nuestro voto su tratamiento en los concejos deliberantes y legislaturas, basados en la evidencia y respetando los derechos individuales, podríamos negociar y decidir qué parte del territorio destinaremos como reserva de diversidad, espacio de investigación y recreación, protección de cuencas y provisión de otros servicios ambientales, y cómo financiamos su mantenimiento y eventual restauración.

Pero por ahora parece haber una única opción. Haciendo gala de una escandalosa hipocresía, queremos que Lucía cargue con todos los costos de la conservación de sus bosques, y la declaramos culpable de egoísmo y ambición desmedida si aspira a mejorar la condición económica de los suyos, mediante el uso honesto y legítimo de sus pertenencias. Trágicamente, ese es el enfoque actual de casi todos los esfuerzos de conservación que se promueven en Córdoba, enfoque que, además de injusto, resulta ineficaz: los mejores bosques de Córdoba han desaparecido mientras el ambientalismo se concentraba en adjudicar a los productores la responsabilidad por la pérdida de los ambientes naturales y los sucesivos gobiernos miraban para otro lado, tratando de no quedar involucrados en la discusión.


Si realmente nos interesan los bosques cordobeses, deberíamos tomarnos en serio el reto de ensayar otras opciones, más difíciles y menos mediáticas, pero probablemente más efectivas. No tenemos que inventar nada: en el mundo sobran los ejemplos de políticas de conservación que funcionan. Si alguna vez somos capaces de establecer un sistema de áreas protegidas basado tanto en nuestra mejor ciencia como en el respeto por los derechos, los bosques tendrán mucho, mucho tiempo para florecer. Después de todo, y a pesar de tantos desaciertos, resisten a la espera de nuestra sensatez.