Él es rápido, piensa en imágenes claras;
yo soy lento, pienso en imágenes rotas.

Él se vuelve obtuso, confía en sus imágenes claras;
yo me vuelvo agudo, desconfío de mis imágenes rotas.

Confiando en sus imágenes, él da por hecho su acierto;
desconfiando de mis imágenes, yo dudo de su acierto.

Dando por hecho su acierto, él da por hecho el hecho;
dudando de mi acierto, yo dudo del hecho.

Cuando el hecho le falla, él duda de sus sentidos;
cuando el hecho me falla, yo apruebo mis sentidos.

Él continúa rápido y obtuso en sus imágenes claras;
yo continúo lento y agudo en mis imágenes rotas.

Él en una nueva confusión de su entendimiento;
yo en un nuevo entendimiento de mi confusión.

Robert Graves
En imágenes rotas
de Cien poemas, 1981

jueves, 22 de agosto de 2013

Los enfoques del ecologismo

Dos griegos están conversando: Sócrates acaso y Parménides.
Conviene que no sepamos nunca sus nombres; la historia, así, será más misteriosa y más tranquila.
El tema del diálogo es abstracto. Aluden a veces a mitos, de los que ambos descreen.
Las razones que alegan pueden abundar en falacias y no dan con un fin.
No polemizan. Y no quieren persuadir ni ser persuadidos, no piensan en ganar o en perder.
Están de acuerdo en una sola cosa; saben que la discusión es el no imposible camino para llegar a la verdad.
Libres del mito y la metáfora, piensan o tratan de pensar.
No sabremos nunca sus nombres.
Esta conversación de dos desconocidos en un lugar de Grecia es el hecho capital de la Historia.
Han olvidado la plegaría y la magia.

Jorge Luis Borges. El Principio. (Atlas, 1984)


  ¿Se acuerdan de BOTNIA? Durante años, un grupo muy combativo de vecinos de la ciudad entrerriana de Gualeguaychú, con la complicidad del gobierno provincial y de las autoridades federales argentinas, interrumpió por completo el tránsito en el puente internacional sobre el río Uruguay que une esa ciudad con Fray Bentos, presionando al gobierno uruguayo para que impidiera la instalación de una fábrica de pasta de celulosa. La gravedad del conflicto generó serios problemas económicos, sociales y diplomáticos en ambos países y derivó en la intervención de la Corte Internacional de Justicia, a instancias de Argentina. La Haya finalmente emitió un dictamen favorable a Uruguay y la pastera se instaló y comenzó a operar. 

  Hoy, luego de años de funcionamiento, ninguna, absolutamente ninguna de las catástrofes ambientales vaticinadas por los manifestantes y su extenso coro de asesores sucedió. Gualeguaychú no respira gases nauseabundos, el río Uruguay no sufrió mortandades masivas de peces ni cambios en su biodiversidad y el horrendo espectáculo de las chimeneas humeantes no redujo la afluencia de turistas a las playas o a los tradicionales carnavales. Otra cosa que no sucedió fue ver a alguno de los dirigentes de aquella intervención admitir públicamente que se equivocaron en su evaluación de los riesgos ambientales del emprendimiento, o que se disculpara por los perjuicios que sufrieron miles de vecinos de ambos países. Es además poco probable, me temo, que la mayor parte de las personas que en su momento aprobaron los reclamos se hayan molestado en seguir el tema lo suficiente como para verificar que los desastres vaticinados se hicieran realidad.
  
 ¿Por qué los augurios ambientales dramáticos e irreversibles pronosticados por el ambientalismo nunca se cumplen? Porque parten de una premisa falsa: que conocemos con precisión el funcionamiento de los sistemas ecológicos y estamos en condiciones de predecir su comportamiento. Lo cierto es que las ciencias ambientales están muy lejos de semejante hazaña. Apenas comenzamos a comprender el funcionamiento de los ecosistemas. Se trata sin duda de una de las fronteras de la ciencia, un campo de estudio comparable en sus desafíos a las neurociencias o a la cosmología. Y es natural que así sea: un ecosistema es enormemente más complicado (la palabra elegante es “complejo”) que hasta la más sofisticada máquina construida por nosotros. La mayoría de las veces desconocemos qué variables son relevantes y cuáles no a la hora de establecer causas y efectos en la intrincada red de procesos que caracteriza a los ecosistemas o a la biósfera en su conjunto. Y, como resulta inherente al funcionamiento de los sistemas complejos, muy a menudo se producen consecuencias inesperadas a partir de modificaciones concebidas para “mejorar” situaciones ambientales. Me gustaría detenerme en este punto con un ejemplo local.

  Hace unos 15 años, las quebradas de los arroyos Los Hornillos y Los Cóndores, en la Reserva La Quebrada, sufrían de un intenso pastoreo vacuno. Esta situación disgustaba a las entonces más activas autoridades de la Reserva, que veían en las vacas un factor de erosión y contaminación de los arroyos. Se logró en esos años disponer un sistema de alambrados que impidió el acceso del ganado a la quebrada de Los Cóndores, mientras que Los Hornillos continuó sin modificaciones. Los guardaparques nunca imaginaron entonces que estaban dando inicio a un curioso e involuntario experimento, que continúa hasta el presente. La quebrada de los Hornillos se ve hoy más o menos igual que en los años 90. Pero la quebrada de los Cóndores experimentó un cambio dramático: quedó cubierta por un denso y oscuro bosque de siempreverdes, arces y otros árboles invasores. Es muy probable que este nuevo escenario explique en parte la desaparición de las águilas escudadas que anidaban en grandes grupos en la quebrada, así como otros cambios que ni siquiera hemos notado. A nadie se le ocurrió pensar que las vacas, además de erosionar y contaminar, controlaban con el pastoreo el crecimiento de especies indeseables. Y desde luego, no tenemos ni la más remota idea de cómo puede evolucionar este sistema en, digamos, 50 o 100 años.
  
  Nuestra relativa ignorancia acerca de estas cuestiones debería hacernos muy cautos y meticulosos a la hora de opinar sobre las consecuencias ambientales de tal o cual emprendimiento. Pero la mayor parte del ecologismo actúa con un menú de respuestas estandarizadas ante problemas que sólo se parecen en forma genérica. La energía nuclear es mala, no importa con qué tecnología o a que escala; la humanidad es la responsable directa del calentamiento global, aunque es evidente que nuestro magro conocimiento del clima no nos permite siquiera pronosticar el tiempo con mas de 24 hs. de antelación; los emprendimientos inmobiliarios son siempre el producto de especuladores inescrupulosos y no tienen nada que ver con la demanda de viviendas. Hay en todo esto un tinte de indignación moralista que impide cualquier posibilidad de discutir con sensatez, sentido común y ánimo de alcanzar una mejor comprensión de los problemas.


    
  Me apena y me avergüenza decirlo, pero no hay ningún indicio de que este modus operandi de la mayor parte del ambientalismo argentino cambie en el corto plazo. A pesar de que las profecías catastróficas no se cumplen, los pronósticos de crisis inminentes e irreversibles se reinventan constantemente, en una atmósfera de urgencia dramática que no admite discusión, dudas ni disidencias. En este contexto, cuestionar las certezas del canon ambiental equivale a recibir una condena moral o peor aún: ser sospechado de cómplice de perversos intereses ocultos en las sombras. Pero somos muchos los que, lejos del escepticismo ambiental, creemos necesario ocuparnos con otro enfoque de los riesgos reales e indiscutibles que genera nuestra actual gestión de los ecosistemas de la Tierra. El papel de un ecologismo activo debería ser el de alertar con responsabilidad sobre los riesgos ambientales de las actividades humanas y contribuir a la negociación de compromisos razonables (¡y controlables!), en el marco de las leyes vigentes, con empresas y personas que son tan importantes para nuestro bienestar como los ambientes saludables.