Lo de don Alejo
con la plata no es de ahora, siempre fue desconfiado con el dinero. Le tenía una especie de
miedo supersticioso, dicen que heredado de su madre india, pero a mí me contó
las verdaderas razones.
De
joven bajaba al pueblo los sábados, las alforjas de su mula oscura llenas con
cueros de zorro y algún quesillo, para venderlos en el almacén del gallego Ibáñez.
A veces hacía trueque por yerba y un poco de tabaco y grapa. Nunca trabajó
asalariado, pero una vuelta salió un arreo grande desde la estancia del Salto
hacia la hacienda de Pinas y el capataz le preguntó si quería sumarse a la
peonada. Don Alejo calculó que la plata le vendría bien para comprar una
escopeta, que le andaba haciendo falta.
La
travesía duró unos treinta días y al regreso don Alejo pasó por la oficina y
recibió el pago. De vuelta al rancho – vivía en una chacra cerca de Luyaba –
guardó los billetes mugrientos en una cueva de vizcachas que usaba a modo de
caja fuerte.
El
sábado a la tarde, bien peinado y con ropa limpia, metió la mano en la cueva y
en vez de plata sacó una víbora de coral prendida del índice. Don Alejo agarró
el hacha, apoyó el dedo en un tronco y cortó. Después fue hasta el fogón y
metió el muñón ensangrentado entre las brasas. Regresó a la madriguera, sacó el
dinero, subió a su mula y partió al pueblo. Eso me dijo. Desde entonces está
seguro de que la plata es cosa del diablo. Y si no me cree mi amigo, en el rancho
de don Alejo todavía está colgada la serpiente, hecha charqui, junto a la
tranquera. Fíjese bien cuando vaya; verá que eso que asoma de la boca es
demasiado grueso para ser la lengua.
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