Dos griegos están conversando: Sócrates acaso y
Parménides.
Conviene que no sepamos nunca sus nombres; la
historia, así, será más misteriosa y más tranquila.
El tema del diálogo es abstracto. Aluden a veces a
mitos, de los que ambos descreen.
Las razones que alegan pueden abundar en falacias y no
dan con un fin.
No polemizan. Y no quieren persuadir ni ser
persuadidos, no piensan en ganar o en perder.
Están de acuerdo en una sola cosa; saben que la
discusión es el no imposible camino para llegar a la verdad.
Libres del mito y la metáfora, piensan o tratan de
pensar.
No sabremos nunca sus nombres.
Esta conversación de dos desconocidos en un lugar de
Grecia es el hecho capital de la Historia.
Han olvidado la plegaría y la magia.
Jorge Luis Borges. El Principio.
(Atlas, 1984)
¿Se acuerdan de
BOTNIA? Durante años, un grupo muy combativo de vecinos de la ciudad
entrerriana de Gualeguaychú, con la complicidad del gobierno provincial y de
las autoridades federales argentinas, interrumpió por completo el tránsito en
el puente internacional sobre el río Uruguay que une esa ciudad con Fray
Bentos, presionando al gobierno uruguayo para que impidiera la instalación de
una fábrica de pasta de celulosa. La gravedad del conflicto generó serios
problemas económicos, sociales y diplomáticos en ambos países y derivó en la
intervención de la Corte Internacional de Justicia, a instancias de Argentina.
La Haya finalmente emitió un dictamen favorable a Uruguay y la pastera se
instaló y comenzó a operar.
Hoy, luego de años de funcionamiento, ninguna,
absolutamente ninguna de las catástrofes ambientales vaticinadas por los
manifestantes y su extenso coro de asesores sucedió. Gualeguaychú no respira
gases nauseabundos, el río Uruguay no sufrió mortandades masivas de peces ni
cambios en su biodiversidad y el horrendo espectáculo de las chimeneas
humeantes no redujo la afluencia de turistas a las playas o a los tradicionales
carnavales. Otra cosa que no sucedió fue ver a alguno de los dirigentes de
aquella intervención admitir públicamente que se equivocaron en su evaluación
de los riesgos ambientales del emprendimiento, o que se disculpara por los
perjuicios que sufrieron miles de vecinos de ambos países. Es además poco
probable, me temo, que la mayor parte de las personas que en su momento
aprobaron los reclamos se hayan molestado en seguir el tema lo suficiente como
para verificar que los desastres vaticinados se hicieran realidad.
¿Por qué los augurios ambientales dramáticos
e irreversibles pronosticados por el ambientalismo nunca se cumplen? Porque parten
de una premisa falsa: que conocemos con precisión el funcionamiento de los
sistemas ecológicos y estamos en condiciones de predecir su comportamiento. Lo
cierto es que las ciencias ambientales están muy lejos de semejante hazaña.
Apenas comenzamos a comprender el funcionamiento de los ecosistemas. Se trata
sin duda de una de las fronteras de la ciencia, un campo de estudio comparable
en sus desafíos a las neurociencias o a la cosmología. Y es natural que así
sea: un ecosistema es enormemente más complicado (la palabra elegante es
“complejo”) que hasta la más sofisticada máquina construida por nosotros. La
mayoría de las veces desconocemos qué variables son relevantes y cuáles no a la
hora de establecer causas y efectos en la intrincada red de procesos que
caracteriza a los ecosistemas o a la biósfera en su conjunto. Y, como resulta
inherente al funcionamiento de los sistemas complejos, muy a menudo se producen
consecuencias inesperadas a partir de modificaciones concebidas para “mejorar”
situaciones ambientales. Me gustaría detenerme en este punto con un ejemplo
local.
Hace unos 15 años,
las quebradas de los arroyos Los Hornillos y Los Cóndores, en la Reserva La
Quebrada, sufrían de un intenso pastoreo vacuno. Esta situación disgustaba a
las entonces más activas autoridades de la Reserva, que veían en las vacas un
factor de erosión y contaminación de los arroyos. Se logró en esos años
disponer un sistema de alambrados que impidió el acceso del ganado a la quebrada
de Los Cóndores, mientras que Los Hornillos continuó sin modificaciones. Los
guardaparques nunca imaginaron entonces que estaban dando inicio a un curioso e
involuntario experimento, que continúa hasta el presente. La quebrada de los
Hornillos se ve hoy más o menos igual que en los años 90. Pero la quebrada de
los Cóndores experimentó un cambio dramático: quedó cubierta por un denso y
oscuro bosque de siempreverdes, arces y otros árboles invasores. Es muy
probable que este nuevo escenario explique en parte la desaparición de las
águilas escudadas que anidaban en grandes grupos en la quebrada, así como otros
cambios que ni siquiera hemos notado. A nadie se le ocurrió pensar que las
vacas, además de erosionar y contaminar, controlaban con el pastoreo el crecimiento
de especies indeseables. Y desde luego, no tenemos ni la más remota idea de
cómo puede evolucionar este sistema en, digamos, 50 o 100 años.
Nuestra relativa ignorancia acerca de estas
cuestiones debería hacernos muy cautos y meticulosos a la hora de opinar sobre
las consecuencias ambientales de tal o cual emprendimiento. Pero la mayor parte
del ecologismo actúa con un menú de respuestas estandarizadas ante problemas
que sólo se parecen en forma genérica. La energía nuclear es mala, no importa
con qué tecnología o a que escala; la humanidad es la responsable directa del
calentamiento global, aunque es evidente que nuestro magro conocimiento del
clima no nos permite siquiera pronosticar el tiempo con mas de 24 hs. de
antelación; los emprendimientos inmobiliarios son siempre el producto de
especuladores inescrupulosos y no tienen nada que ver con la demanda de
viviendas. Hay en todo esto un tinte de indignación moralista que impide
cualquier posibilidad de discutir con sensatez, sentido común y ánimo de
alcanzar una mejor comprensión de los problemas.
Me
apena y me avergüenza decirlo, pero no hay ningún indicio de que este modus
operandi de la mayor parte del ambientalismo argentino cambie en el corto
plazo. A pesar de que las profecías catastróficas no se cumplen, los
pronósticos de crisis inminentes e irreversibles se reinventan constantemente,
en una atmósfera de urgencia dramática que no admite discusión, dudas ni
disidencias. En este contexto, cuestionar las certezas del canon ambiental equivale
a recibir una condena moral o peor aún: ser sospechado de cómplice de perversos
intereses ocultos en las sombras. Pero somos muchos los que, lejos del
escepticismo ambiental, creemos necesario ocuparnos con otro enfoque de los
riesgos reales e indiscutibles que genera nuestra actual gestión de los
ecosistemas de la Tierra. El papel de un ecologismo activo debería ser el de
alertar con responsabilidad sobre los riesgos ambientales de las actividades
humanas y contribuir a la negociación de compromisos razonables (¡y
controlables!), en el marco de las leyes vigentes, con empresas y personas que
son tan importantes para nuestro bienestar como los ambientes saludables.