Los que estuvimos el viernes ocho
de mayo en la Sala de las Américas de la Universidad Nacional de Córdoba
sentimos en carne propia el inaudito poder que ha alcanzado la intolerancia en
nuestra comunidad.
Más de un centenar de personas,
convocadas por la conferencia del científico español J. M. Mulet sobre biotecnología
y cultivos, fueron agredidas y virtualmente echadas del auditorio por un puñado
de fanáticos. Minutos antes, los organizadores del evento -entre los que se
encontraba la propia Universidad- anunciaron que el disertante no se
presentaría en la sala, debido a las amenazas contra su propia vida recibidas a
lo largo de la semana. Para desgracia de los patoteros, nadie en el público
reaccionó con la vehemencia suficiente como para desencadenar, además, las
violencia física que sin duda anhelaban.
Lo sucedido el viernes demuestra
que los ciudadanos no tenemos defensa alguna contra estos grupos de choque, y
que vivimos en un patético simulacro de sociedad libre. Las fuerzas de la ley
no pueden garantizar la libre expresión. Los policías presentes en el lugar no
expulsaron a los violentos, transformándose en sus garantes. Los que queríamos
manifestar nuestro pensamiento tuvimos que volvernos a casa; los
“manifestantes” festejaron con risotadas el éxito de su censura. Perverso y
triste.
Hace tiempo que los ciudadanos de
Córdoba somos rehenes de estos fundamentalistas. Su único argumento es el grito
sobreactuado, sus únicos recursos la amenaza extorsiva y la acusación sin
fundamentos. Pero esta gente es la punta de un iceberg que hay que empezar a revelar
de una vez por todas, sin eufemismos.
Su base profunda son los círculos
intelectuales y académicos que insisten en demonizar a los cultivos
genéticamente modificados y a la tecnología química aplicada a la agricultura,
a pesar de la evidencia abrumadora a su favor. Durante años han sembrado el
temor y la desconfianza en la sociedad hacia la ciencia, hacia los productores
y hacia la industria. Esta cosecha les pertenece. No deja de ser una ironía que
el estado nacional les pague su tiempo con los impuestos y retenciones que
aportan los perversos productores que tanto detestan.
Sigue con medios y periodistas
ávidos de noticias de impacto emocional, que por ignorancia o mera desidia
intelectual no se toman el trabajo de estudiar en profundidad los temas, verificar
la validez de la información y cumplir con la verdadera y ya casi olvidada
misión de los medios de comunicación: proveer de información confiable.
Continúa con políticos que se han
subido a la “lucha” ambientalista para captar votos, en algún caso, o para rejuvenecer
pintado de verde -en una maniobra digna del propio Gramsci- el discurso anacrónico
de la lucha de clases.
Y por supuesto, culmina con organizaciones
“ambientalistas”, que han hecho de la explotación del miedo y otras miserias
humanas un excelente y lucrativo negocio.
Anoche fui a la charla con mi
hijo de 18 años. Caminamos juntos de regreso, en silencio, y pensaba que esto
no hubiera sucedido hace 30 años, cuando yo tenía su edad y festejaba
ilusionado el retorno de la democracia. ¿Cómo pudimos llegar a esto? No fuimos
capaces de defender la libertad y el respeto por la ley con la energía
necesaria, y hoy somos testigos impotentes de la decadencia económica,
institucional, intelectual y ética que inunda Argentina. Al final, me hizo un
comentario: “¿Cómo querés que me quede en este país?”. No tuve nada para
contestarle.