Los aloes del patio han florecido de golpe y convocan todas las mañanas a un picaflor diminuto, metálico y zumbón. A intervalos regulares, un chirrido inconfundible anuncia su llegada. Ingrávido, revisa meticulosamente cada flor en busca de néctar, en aparente desafío a las leyes de la física. Celoso de su territorio, ahuyenta a los competidores con una ferocidad implacable, blandiendo su pico como espada. Mientras trabajo en la computadora observo su vuelo preciso, milimétrico, por la ventana. De pronto, como obedeciendo un impulso irresistible, abandona sus faenas y queda suspendido en el aire, mirándome. Mis ojos se encuentran con los suyos y todo vuelve a suceder: ya no soy el que está mirando, es un animal fascinado, salvaje y elemental, los músculos tensos, el oído atento a las anomalías del aire, el despliegue de las antiguas herramientas de supervivencia.
Esto me ha ocurrido muchas veces. Hace veinte mil años me pasó en un
bosque de encinas de lo que algún día sería Francia o quizás España, al acecho
de un bisonte que luego invoqué en las paredes de una cueva caliza. También
sucedió tres millones de años atrás, en el norte de África, mientras vigilaba
el paso de un tigre dientes de sable desde las ramas seguras de una acacia. Mi
mano sostenía una piedra filosa, por si acaso. Veinte millones de años antes,
calculé con precisión la distancia que me separaba de esa copa cargada de
frutas y salté, equilibrando mi vuelo con la cola. La manada entera estalló
entre gritos de alegría y aprobación, y me siguió. Hace cincuenta y cinco
millones de años deambulé por un mundo frío y oscuro que –entonces no lo sabía-
había cambiado para siempre. Las huellas de mis patas quedaron impresas en la
ceniza áspera de la tierra impactada, los helechos arbóreos marchitándose
alrededor. Para entonces, habían pasado
doscientos cincuenta millones de años desde que vi por última vez a mis hijos
emergiendo de los huevos que ayudé a incubar. No recuerdo si en ese tiempo
tenía pelos o escamas.
Puedo regresar de aquella encrucijada paleozoica por otro camino, todos
están conectados, los he recorrido a todos. Veo separarse a Pangea para
siempre. En las sabanas tropicales de Laurasia persigo saurópodos a toda
velocidad, las fauces abiertas, el suelo vibrando bajo mis pisadas ciclópeas.
En un amanecer del Cretácico acicalo mis plumas con mi pico dentado, atento al
vuelo de las libélulas. En la cordillera volcánica de una América incipiente, a
orillas de un océano que ya abarcaba la mitad del mundo, construyo mi primer
nido de musgo y telas de araña. Después viajo durante milenios hasta estas
montañas insulares que emergen de la llanura y descubro el sabor de flores
nuevas. Me hago cada vez más pequeño, más frugal, más preciso. Ahora visito
estas plantas espinosas y suculentas que florecen todos los años junto a la
casita de ventanas azules, a orillas del río. De pronto, obedeciendo un impulso
irresistible, abandono mis faenas y echo un vistazo al interior. Y todo vuelve
a suceder: allí está mirándome de nuevo ese animal fascinado, salvaje y
elemental, igual que siempre, igual que yo.
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