Desde
chiquito Fermín fue lo que, a falta de una palabra mejor, se describe como un
naturalista. Disfrutaba de observar plantas y animales, de fotografiarlos, de
estudiarlos en busca de comprender sus propiedades, desentrañar su funcionamiento,
indagar sobre su origen. Se distraía todo el tiempo con los espectáculos de la
naturaleza, le despertaban una excitación y un placer difíciles de describir y
de entender para quien no lo siente.
También
desde chiquito se dio cuenta -a veces dolorosamente- que no todos eran como él.
Cuando en la escuela comentaba sobre su colección de escarabajos, sus
compañeritos lo miraban con una mezcla de incomprensión y desconfiada
hostilidad. Ni hablar de cuando iban a su casa y les mostraba las culebras que mantenía
sueltas en el patio.
Sólo
dejó de ser “el loco de los bichos” cuando creció y fue a la universidad. Allí
se encontró con gente que compartía sus gustos y sintió, por primera vez, la
calidez reconfortante de la pertenencia. Para entonces, el mundo empezaba a
valorar e incluso a respetar a personas como él, un nuevo tipo de “buena gente”
preocupada por la conservación de esos ambientes naturales que él tanto amaba. Era
parte de algo trascendente; sus gustos y motivaciones personales estaban en
sintonía con una causa noble e indispensable para la salvación de la humanidad.
********
Desde
chiquita Lucía acompañaba a su papá a recorrer el campo familiar, atenta al
crecimiento de los maizales y las pariciones de las vacas. En la huerta de la
casa tenía su propia parcela de rabanitos y achicorias, que vendía al verdulero
de la esquina sin concesiones en el precio. Se solidarizaba con sus vecinos en
la eterna lucha contra las orugas, chinches y malezas que amenazaban todos los
días con arruinar el arduo trabajo de producir. Sabía que el sustento de los
suyos dependía de ganar esa batalla.
También
desde chiquita notó que no todos eran como ella. Sus compañeritos de escuela no
se preocupaban por las vicisitudes del clima o por el precio del trigo. Sus
papás trabajaban como empleados en la municipalidad, en el correo, en el banco
o en las escuelas, y cobraban todos los meses y puntualmente un sueldo que les
permitía vivir sin demasiados inconvenientes.
Cuando
creció, se hizo cargo paulatinamente de la empresa familiar. Se casó con un
chico del pueblo, también hijo de productores. Juntos se animaron a invertir en
nuevas tecnologías que estaban revolucionando la agricultura en el mundo, herramientas
que multiplicaron la productividad de sus tierras e hicieron su vida más
previsible, parecida a la de la “gente normal”. Hasta se dio el lujo de salir
de vacaciones cada tanto, algo que sus padres ni siquiera soñaron.
El
campo de Lucía alguna vez estuvo cubierto en su totalidad por bosques. Cuando
los abuelos lo adquirieron, realizaron tareas de desmonte para habilitar los
terrenos para cultivar. Un tercio de la superficie permaneció desde entonces sin
muchos cambios. Su padre nunca desmontó ese sector porque le gustaba, de vez en
cuando, salir a cazar una corzuela o un chancho del monte.
Pero
Lucía quiere expandir sus ingresos. Tiene un hijo que ya termina la secundaria
y le gustaría que estudie agronomía en la ciudad. Necesitará pagar una pensión
o un alquiler, transporte, comida… Ha pensado seriamente que quizás debería
incrementar la superficie del campo dedicada al cultivo.
******
Cuando
Fermín fue el fin de semana a su habitual paseo por el bosque de Lucía -a quien
no conoce ni pidió nunca permiso para visitar la propiedad- se encontró con una
sorpresa desagradable: topadoras y rolos estaban arrasando los árboles
indefensos. Desesperado y furioso, interpeló a los maquinistas, que lo miraron
sin demasiado interés. Luego puso en funcionamiento un plan que ya tenía
previsto: en poco tiempo acudieron decenas de personas, convocadas a través de
celulares y redes sociales, y juntos formaron una pared humana que impidió el
avance de las máquinas.
Cuando
Lucía, alertada por los maquinistas, apareció en el lugar, desesperada y
furiosa, interpeló al grupo liderado por Fermín. Fermín le contó que ese bosque
albergaba muchísimas especies de organismos muy poco estudiados. Didáctico,
pasó luego a explicarle que el bosque es
indispensable para proveer de agua y otros servicios ambientales a la
población de las ciudades aledañas. También le recordó que, en el pasado
remoto, fue el territorio de pobladores precolombinos que lo reverenciaban y
cuidaban, y que sus descendientes aún luchaban por recuperarlo. Sea como fuere,
no permitirían que barrieran ese bosque de un plumazo.
Lucía
trató de explicarle a Fermín que ninguna de las especies que habitaban ese
monte –que ella conocía a la perfección- escaseaba o corría peligro de
desaparecer, porque eran muy comunes y podían encontrarse en buena parte de los
ambientes aledaños. Tampoco le parecía muy sensato sostener que esos bosques
podían proveer de agua a pueblos que estaban río arriba de su campo. Además, ese
campo pertenecía a su familia desde hacía tres generaciones, siempre habían
vivido de él, lo cuidaba y reverenciaba como la que más. Y por más que le diera
vueltas, no veía otra forma de incrementar sus ingresos que aumentando su
producción, para lo cual tenía que sacrificar parte del bosque.
Fermín
le indicó claramente a Lucia que su postura era egoísta y poco solidaria, ya
que sólo pensaba en su beneficio personal. Lucía le replicó que nadie sino ella
se iba a ocupar de resolver sus propios problemas, y que ellos no tenían
derecho a decidir por ella al respecto. Fermín contraatacó con el texto de una
ley reciente que exige, para este tipo de acciones, una larga serie de requisitos
que con certeza ella no había cumplido. Lucía le mostró la larga serie de
solicitudes sin respuesta que desde hacía meses presentaba a las autoridades.
Mientras tanto, Los movileros de los medios locales, también convocados por
Fermín, acercaban sus micrófonos y cámaras a una activista que lloraba
desconsolada junto a un espinillo derribado, y abundaban en melancólicos
comentarios sobre la incomprensible pulsión autodestructiva de la humanidad. Y el
jefe de los maquinistas le advertía a Lucía que ellos las horas que estaban
quietos las cobraban igual.
******
¿Cómo
se resuelve este conflicto? Podríamos conjeturar varias posibilidades.
Somos muchos los que, como Fermín, amamos y disfrutamos los ambientes salvajes. Pero se trata de gustos personales, y como tales no deberían ser
financiados por la sociedad en su conjunto. Esas personas estaríamos dispuestas a
invertir parte de nuestros ingresos en la compra y mantenimiento de áreas destinadas
a la conservación, que podrían sustentarse económicamente con más donaciones y con
el cobro de entradas y servicios de interpretación ambiental. Por supuesto, no
se trata de algo sencillo. Pero Ongs ambientalistas administran ese tipo de
reservas privadas con mucho éxito en otros países, y hay ejemplos locales incipientes
pero prometedores. En otras palabras, podríamos comprarle el bosque a Lucía y
todos saldríamos ganando con la transacción.
También
se podría argumentar que existen sólidas evidencias para sostener que el bosque
de Lucía es indispensable como proveedor de servicios ambientales y reserva de
biodiversidad, y que su pérdida traería aparejados problemas de difícil y
costosa solución. En ese caso, deberíamos hacernos cargo como sociedad de su
mantenimiento. Podríamos, por ejemplo, pagar a Lucía por esos servicios que
tanto necesitamos, así como pagamos por otros servicios igualmente esenciales.
Aquí también todos salimos ganando.
Otros
podrían sugerir que el manejo de esos servicios es responsabilidad del estado,
que debería entonces expropiar y administrar los montes de Lucía y otros
similares. Por supuesto, nos costaría mucho dinero proveniente de nuestros
impuestos, que el gobierno debería dejar de invertir en otras cosas que también
necesitamos, como justicia, educación, salud y seguridad. Y no está muy claro
en este caso si todos salimos ganando, ya que el estado no ha demostrado por
estas latitudes grandes destrezas en la gestión de ambientes naturales, ni
estamos seguros que Lucía será compensada con el valor de mercado de su
propiedad.
Quizás,
si discutiéramos estas cuestiones con franqueza, exigiendo a los representantes que elegimos con nuestro voto su tratamiento en los concejos deliberantes y legislaturas,
basados en la evidencia y respetando los derechos individuales, podríamos negociar y decidir qué
parte del territorio destinaremos como reserva de diversidad, espacio de
investigación y recreación, protección de cuencas y provisión de otros
servicios ambientales, y cómo financiamos su mantenimiento y eventual
restauración.
Pero
por ahora parece haber una única opción. Haciendo gala de una escandalosa
hipocresía, queremos que Lucía cargue con todos los costos de la conservación
de sus bosques, y la declaramos culpable de egoísmo y ambición desmedida si aspira
a mejorar la condición económica de los suyos, mediante el uso honesto y
legítimo de sus pertenencias. Trágicamente, ese es el enfoque actual de casi
todos los esfuerzos de conservación que se promueven en Córdoba, enfoque que,
además de injusto, resulta ineficaz: los mejores bosques de Córdoba han
desaparecido mientras el ambientalismo se concentraba en adjudicar a los
productores la responsabilidad por la pérdida de los ambientes naturales y los
sucesivos gobiernos miraban para otro lado, tratando de no quedar involucrados
en la discusión.
Si
realmente nos interesan los bosques cordobeses, deberíamos tomarnos en serio el
reto de ensayar otras opciones, más difíciles y menos mediáticas, pero probablemente
más efectivas. No tenemos que inventar nada: en el mundo sobran los ejemplos de
políticas de conservación que funcionan. Si alguna vez somos capaces de
establecer un sistema de áreas protegidas basado tanto en nuestra mejor ciencia
como en el respeto por los derechos, los bosques tendrán mucho, mucho tiempo
para florecer. Después de todo, y a pesar de tantos desaciertos, resisten a la
espera de nuestra sensatez.
No hay comentarios:
Publicar un comentario